Cada tanto, tal vez movido por mi psiquis melancólica y medio depresiva, siento la urgente necesidad de sumergirme en melodías que raspan el alma.
En mis años de niñez los primeros días de escuela estaban destinados a hacer una limpieza de los pupitres en que escribíamos. Era una escuela pobre y para cumplir la tarea debíamos llevar trozos de vidrio de botellas quebradas. Con ellos procedíamos a raspar las cubiertas para eliminar las marcas del año anterior. La mayoría de los rayones eran eliminados, pero siempre quedaban algunos que se resistían al paso del tiempo y del raspador.
Hoy la vida tiene demasiados ruidos. Mucha de la música que me veo obligado a escuchar a diario no es para mí más que ruido. Pero el ruido va dejando su marca. Una marca de liviandad que procura dejar el alma en la ceguera de sí misma. Lo veo en mí y en aquellos con los que me toca estar la mayor parte del día. Comenzamos a alienarnos de nosotros mismos. Comenzamos a disfrutar nadando en la superficie mas externa y brutal de las cosas y de nuestro ser. La superficie de la liviandad. En ella no hay lugar para la pregunta; sólo es posible la risa distraída, el pensamiento grosero, el deleite pasajero, la mirada obscena. La superficie de liviandad se va pegando en el alma aislándola de sí misma, tal como los rayones marcan la superficie de las mesas escolares.
No soy conocedor de la música, me hubiera gustado tener una mejor formación también en esto. Así y todo, he encontrado música que funciona tal como aquellos raspadores con los que raíamos nuestras mesas.
Pero si la música que debo escuchar obligadamente provee deleite y distracción, la otra, la que me salva, raspa el alma, la deja en carne viva. El alma comienza a abrir los ojos, antes cegados por la liviandad, y comienza a darse cuenta de su fragilidad y dolor.
Estas piezas musicales que voy encontrando producen el mismo efecto que debería producir la meditación y la oración en la vida cristiana. Por eso hoy me hace sentido la advertencia del maestro meditador: la meditación no es para todos, hay que tener una psiquis bien equilibrada.
En otro aspecto tan importante para mí como es la espiritualidad y la fe cristiana creo que ha pasado algo similar. La religión se ha transformado en una especie de entretención superficial que ha dejado a las personas sin contacto con el núcleo hiriente e inquietante de la fe. Los primeros discípulos debieron vérselas con ese núcleo fundamental: un Maestro Mesías que no obtuvo más gloria que una muerte miserable, cuyo cadáver se perdió en la putrefacción de una tumba desconocida en que fue lanzado por sus enemigos para procurar el olvido de la historia. La realidad raspó su alma y su fe dejándolas sangrantes. Sólo allí pudieron encontrarse y encontrar al Resucitado. Luego, el lenguaje mítico en que la crisis fue contado dejó el espacio para que muchos creyentes de la historia se quedaran en la superficie de la liviandad de la fe.
La muerte de mi padre hace unos años fue un duro raspador de mi alma. Hasta hoy permanece en carne viva, hasta hoy navega en la tempestad de la pregunta. Creo que nunca el alma es más alma que cuando se experimenta a sí misma en dicha tempestad. Es el dulce dolor de su fragilidad.
En 1995 un gran terremoto asoló Japón y dejó miles de muertos. Fue en una noche de invierno. Kohachiro Miyata, compositor e intérprete de shakuhachi, compuso una pequeña obra en que expresaba la desolación de los que sufrieron dicho terremoto: “A winter night”. Con esta obra, ejecutada por Rodrigo Rodríguez, me topé poco después que murió mi padre. Cuando la escucho, todavía funciona como afilado raspador de mi alma y de mi fe.